Agustín García Calvo

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El poder en el deporte y el vértigo de amar

Desde que los chicos entran en la escuela comienza el entrenamiento para asumir su cuota de poder, lo quieran o no. Yo lo conseguí de la mano del deporte cuando tenía doce años. Era el alumno que más saltaba entre los de mi edad. El el profesor Luna ya debía barruntar algo de mi habilidad para el salto, porque me pidió que probara que tal se me daba el salto de longitud. Los mayores, excavaron un foso en la tierra arcillosa, amontonando arena, y trazaron una raya desde la que había que saltar. Corrí, salté, me sentí volar y me pasé el foso. Sin protocolos ni alabanzas me seleccionaron para el campeonato escolar, y el primer refuerzo valioso vino de mi hermano que me dijo que sus compañeros de curso le habían dicho que saltaba mucho, y tuvo la delicadeza, rara entre hermanos, de trasmitírmelo sin puyas ni coñas.

El día del campeonato me preparé para el salto (yo era delgadito y poquita cosa, los demás saltadores eran uno o dos años mayores) y los chicos que miraban, me abuchearon y se burlaron de mí, pero cuando estaba en el aire, se hizo el silencio. Ese instante de silencio, ingrávido y ajeno, es la sensación que me ha acompañado siempre al saltar sin la presión de representar a nadie ni tener nada que ganar. Luego, hubo un murmullo de admiración cuando caí al foso. Salté alrededor de cuatro metros, no gané, y el profesor Luna me dijo que sin duda había sido el mejor y que tenía un estilo natural muy bueno. Ese segundo refuerzo fue definitivo y me hizo poderoso.

Pero el poder que se adquiere en el deporte no vale cuando uno no busca fama sino emoción y vértigo, como es mi caso. Doce, trece años y en el barrio yo seguía jugando igual, porque ser buen saltador no se me veía en la cara ni me daba ningún derecho. El valor y el valer había que demostrarlo día a día y, en cualquier momento: un regate de la imaginación de Rafa, la provocación burlona de Miguelín o la mirada de Aurora me hacían perder toda la seguridad que había confiado a mi habilidad deportiva.

Nunca, en toda mi vida, tuve la tentación de perderme allá donde alguna ley o título me asegurara el poder (ser hombre, ser fuerte o ser maestro). Me importa demasiado el vértigo de escuchar, de compartir, de sentir, de hacer y de amar. Aunque sea peligroso para mí y una renuncia definitiva al poder. En esta situación, ser bueno en el deporte solo ha sido una cuestión de vértigo. Nada de lo que presumir.

Todo esto lo he entendido después de leer “Esos ojos de Virgen Magdalena” que escribió Agustín García Calvo en de su libro De mujeres y de hombres, de la editorial Lucina editado en 1999

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El deporte. Un lugar donde perderse

Si como insinúa Agustín García Calvo (De mujeres y de hombres.Ed. Lucina 1999) la historia puede ser la crónica de una huida de los hombres hacia fortalezas de poder, no cabe duda de que en el deporte han conseguido uno de sus fortines.

En la génesis de lo olímpico, creo haber entendido que, en las olimpiadas primeras, anteriores a la época clásica de Grecia, se ofrendaba el éxito a los dioses el éxito como lo mejor que podían ofrecerles los hombres: hacer las cosas bien y ser quien mejor las hacía. Hera, Júpiter y tutti quanti disfrutaban del homenaje de los atletas, herederos de las guerras literarias de Homero.

De aquel ritual hay quien deduce que la práctica deportiva en la época clásica tenía un carácter religioso. Esto es útil para diferenciarlas de las actuales prácticas que ya no se ocultan tras el sentido y se muestran directamente mercantiles. Pero como yo creo en la existencia de aquellos dioses tanto como en la de estos (aquellos me caen más simpáticos por eso de traérselas tiesas con los mortales y porque había muchos y discutían), pues no me creo eso del sentido religioso de la exhibición atlética de antes (a no ser que acordemos que, antes y ahora, dios es el dinero). Estoy con los que piensan que aquellos juegos eran un puro corral de poder que se montaron los nobles cuando se les acabó lo de Troya.

En competiciones amañadas exhibían ante los mortales las razones de por qué eran merecedores de las tierras y la riqueza saqueada y se coronaban con una mata de olivo o laurel. Luego, vía sacerdotes y chamanes, en los templos, recogían las ofrendas que a los dioses hacía el pueblo en agradecimiento por tener unos jefes tan buenos. Los poderosos devolvían a cambio dosis de belleza, ideales, y sabiduría. Para ser más queridos.

Un buen lugar para perderse este del deporte. Pero ¿Por qué perderse? ¿De quién huyen los hombres?

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El deporte y la guerra. Una forma de excluir a las mujeres

Perché perché...La domenica mi lasci sempre sola, per andare a vedere la partita di pallone, perché, perché…(Cantada por Rita Pavone 1963)

Los hombres huyen de las mujeres (sigo utilizando la idea y las razones de Agustín García Calvo) porque interfieren la lógica de sus prioridades; a ellas disputan el poder. Para encontrar un espacio propio de poder es necesario alejarse, diferenciarse, marcar un territorio donde ser admirados y el deporte podría ser una buena idea. Pero la naturaleza de la práctica deportiva, por sí misma no vale,

- El dominio sobre el espacio y el tiempo y, tal vez, sobre el vértigo, a partir del juego es agotador y, desde el punto de vista del negocio, absurdo e inocuo. Además, eso lo podemos hacer juntos hombres y mujeres y compartirlo.

- El dominio que, al practicar deporte, se adquiere sobre los sentimientos, sobre la sensibilidad o el conocimiento, es lo que nos hace iguales. No interesa.

Esas razones para hacer deporte no valen para diferenciarse y alejarse. Había que construir una coartada que excluyera a las mujeres, había que construir un oxímoron de violencia fingida y valores guerreros, que las espantara, como les espanta la guerra. Como espantó la de Troya a las mujeres que tienen voz en los escritos de Homero y Eurípides,

Morirán los victoriosos apenas se embarquen, no verán a sus hijos y no serán vestidos por las manos de sus esposas, sino yacerán en país extranjero. Sus mujeres morirán viudas, otras perderán a sus hijos (Voz de Casandra en Las troyanas. Eurípides).

Tantos los dolores que sufrimos, asolada nuestra patria, desde que los dioses nos fueron adversos. Cadáveres ensangrentados yacen en los templos para servir de pasto a los buitres, y Troya sufre el yugo de la esclavitud (Voz de Andrómaca en Las troyanas. Eurípides).

Todas, también Helena, a quien quisieron culpar de la guerra, intentó parar la guerra invocando en los hombres su condición de padres, maridos, amantes o a su prudencia. Quisieron que buscaran en la palabra un espacio donde entenderse. No era fácil.

Para no oírlas, los griegos enviaron a Tersites para que comunicara su suerte a las troyanas: la esclavitud, la muerte y la de sus hijos. Y enviaron a Tersites porque era capaz de hablar con las mujeres, de encontrarse en un lugar común:

“Quiero explicaros lo que yo sé, para que así vosotros comprendáis lo que yo comprendí: la guerra es una obsesión de los viejos que envían a los jóvenes a librarla”.

“Entonces me di la vuelta y busqué a Nestor, al viejo y sabio Nestor. Quería mirarlo a los ojos. Y en sus ojos ver morir la guerra, y la arrogancia de quien la desea, y la locura de quienes la libran”.

Pero a Tersites, que es capaz de hablar con las mujeres, lo desprecian por feo y, por ser sensible, le espetan ser el peor de los guerreros y solivianta a los griegos y los aqueos. Odian más a Tersites que a su enemigo en el partido (perdón, en la guerra).

La guerra la viven los guerreros en reuniones en las que exaltan su valor y astucia. Habla Héctor,

“Ahora intercambiemos valiosos presentes, para que todos puedan decir: Se han batido en un duelo cruel, pero se han separado en armonía y en paz… Y en el banquete dejé que todos bebieran y comieran y, luego, cuando los vi cansados, les pedí a los príncipes que me escucharan.” (Homero. Iliada. Alexandro Barico. Anagrama 2005)

Esto les enardece, la mezcla de rudeza, sangre y noble hermandad. Así como la belleza de sus armaduras relucientes y sus caballos bellísimos.

¿Qué mejor modelo que la guerra para excluir sensibilidades de paz, crianza y diálogo?

Para perpetuar la separación, guerreros y sacerdotes, cuando ya no hay guerra, fundan un trampantojo olímpico de carreras, y luchas en las que invitan a los dioses y excluyen a las mujeres, para que no les vengan con monsergas, que ya han tenido bastante con sus lamentos por las muertes de sus hijos y sus maridos y haber sido vendidas como esclavas. Tal vez como una huida hacia delante, incapaces de dar la cara por abandonarlas cuando las cosas van mal, en las derrotas. Y lo hacen a lo grande: con todo el dinero del estado y con todo el poder en juego.

Hay que reconocer que consiguieron un buen producto, pero no es la mejor manera de empezar la historia del deporte.

En España Gelu tradujo:“por qué por qué, los domingos por el fútbol me abandonas…” Al final de la canción hablan de su venganza, pero de esto hablaremos otro día.

La adulación que te hace sentir poderoso o te da un hueco entre los “admirados” es la condición para la adhesión al deporte. Infalible con los adolescentes, es habitual que su efecto sirva durante toda la vida, a individuos, a tribus y a pueblos enteros.

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Mujer. La venganza: conversaciones con la serpiente y fingimiento

A vueltas con los orígenes, cada vez más lejos de la idea original, pero todavía tras la estela de Agustín García Calvo que me dio pie para interpretar el deporte como un lugar donde perderse, aunque más bien me está resultando como un lugar donde echarse a perder.

Ya sé que cuando me refiero a los primeros juegos olímpicos estoy hablando del ritual de un mito literario (el de la guerra de Troya y el del Odiseo y los Argonautas), bien aprovechado para abrir una original vía de poder y riqueza para nobles y sacerdotes.

Pero en la plasmación del ritual se volvió a cometer el mismo error que en las guerras que evocaban: no escuchar a las mujeres. Volver la cara, huir de ellas. Y no se andaron con paños calientes,

“En el camino a Olimpia, antes de cruzar el Alfeo, viniendo de Escilunte, hay un monte escarpado con elevadas rocas. Se llama Tipeo. Es una ley entre los Eleos despeñar desde éste a las mujeres que se descubra que han ido a los Juegos Olímpicos o incluso que hayan cruzado el Alfeo en los días prohibidos para ellas” (Pausanias, V, 6, 7).

Sabedores que no se podía entrar en una guerra abierta y despreciar a las mujeres y a las deidades de su género, pergeñaron un remedo de juegos en Olimpia para las mujeres: los juegos Hereos ¿Sabías algo de ellos? Vamos, la importancia que se da al fútbol femenino actualmente se debía dar a esos juegos de antaño. Reproducían sin consecuencias mediáticas las carreras y los ritos religiosos de los hombres. Limitada su participación a su momento genital y a consideraciones de fertilidad y buena crianza, de paso aprendían a tejer con la disculpa de una ofrenda a la diosa Hera. Supongo que desarrollados en la intimidad, como en un gineceo.

También encontraron un lugar en la excepción y el mito. Por ejemplo, se cuenta la historia de la mujer que vestida de hombre fue descubierta al celebrar la victoria de su marido y su hijo y, magnánimos, ¡no la tiraron desde el monte Tipeo! o Atalanta, la mítica atleta capaz de derrotar a los hombres en todos los terrenos deportivos, aunque ellos sabían cómo dominarla y apelando a su condición sentimental, Hipómenes, aliado con Afrodita, le desafió a correr pero dejó caer las manzanas de oro del árbol de las Hespérides que Atalanta se demoró en recoger, perdiendo así la carrera. La historia no tiene desperdicio, porque creo que se acaban casando, pero si hubiera ganado Atalanta le habría matado. Mucha simbología, no dan puntada sin hilo.

Menos atención se ha prestado a los confusos indicios del templo de Ártemis en Braurón, en el Ática. No se sabe muy bien su sentido, pero me gusta interpretarlo como el lugar en el que las mujeres encontraron un lugar para ejercer su poder en el ejercicio corporal alejado del deporte de los juegos griegos. Isadora Duncan, encontró en los indicios de sus rituales, la inspiración para su danza, su vestuario y su desnudez, sacando de sus casillas a los hombres y a las mujeres que beben del poder de los hombres.

 

 

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